Su castillo de suburbios franceses, de paredes endebles y calefacción tenue, situado a las afueras de una gran ciudad -¿qué más da cual?- en el que habitaba una familia de dimensiones superiores a la de cualquier familia de clase media. Ahí cada uno tenía su rol, su función dentro de una subcultura. Pero ella, ella era la princesa de cuadros dignos del mismísimo Palacio de Versailles, con su corona de alquitrán y su mirada demasiado perdida en el rincón de pensar. Con los recovecos del alma vacíos porque nadie se paró a llenarlos de cariño. Sólo esperaba con la paciencia de los locos a que llegara un príncipe de los que había oído hablar, sin embargo, las malas lenguas trataban de destrozar sus sueños con bombas de realidad. Y llegaría el día en que esas bombas terminaran por destruirla, dinamitar su corazón en mil pedazos. Nunca dejaron que su imaginación volara, que llegara a conocer su interior igual que conocía su precariamente desgastado exterior. Desde muy pequeña tuvo que ponerse por las tardes a atender a aquellos malogrados que venían a comprar una dosis de muerte y así evadir la cruda realidad.
Su corazón se secaba a contrarreloj, no habrá vuelta a atrás. Más adelante un pequeño golpe partiría en mil pedazos lo que nunca se cultivó, moriría desahogado en un lago de chabolas con niños que correrán la misma suerte en un futuro no demasiado lejano. Frío panorama de invierno. Sobrecogedor, infame, destructor, los demás lo permitimos y aún así somos capaces de vivir con ello.
Hoy Suena: La chica de tirso - Pereza.
cla.
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